viernes, 7 de diciembre de 2007

En Diciembre todos los días son de fiesta.


A Pedro Galindo Ávila,
por su valoración

y respeto con el pasado.



No soy de los que creen que todo tiempo pasado fue mejor. Pienso que esta frase es un mecanismo de defensa que las personas adoptamos para darle mayor fuerza a las historias que contamos; muy por el contrario, estoy convencido que cada época tiene sus vicios y sus virtudes.


Hoy mientras viajo en un bus urbano, escucho en la radio una conocida canción “Diciembre llegóoooo con sus ventoleras, mujeres, y la brisa estáaaa que llena el mundo de placeres”. Esa melodía, en cuestión de segundos, me invita a la nostalgia y es capaz de sacar, de esos lugares que los seres humanos tenemos reservados para las cosas en desuso, un montón de recuerdos que me atragantan y obligan a un viaje evocador por los diciembres de ayer.


Si, ya diciembre llegó, le digo al amigo Pedro Galindo que me acompaña, pero nos cambió las ventoleras y el azul brillante del cielo, por lluvias diarias y un cielo gris plomo. ¡Diciembre es un estado de ánimo!, respondió Pedro, quizás contagiado por mi palpable nostalgia, me quedé pensando un rato, y le dije: hoy los árboles de navidad son muy bellos, con luces intermitentes de velocidades graduables y adornos importados, que le dan un esplendor sin igual, en cambio, dijo él, los árboles de navidad de ayer eran más típicos, más nuestros; debíamos ir a un solar enmontado a seleccionar un arbusto seco, que luego era sometido a una “mano” de pintura con carburo de calcio o esmalte y aún húmeda, a la pintura, se le pegaba algodón o se le dejaban caer bolitas de las que suelta el icopor y se adornaban con guirnaldas y cajitas de cartón forradas con papel de regalo.


Todos colocábamos las cartas dirigidas al Niño Dios, en espera de ver realizados los sueños de tener aquel camión grande de madera, o quizás, una bicicleta o unos patines. Todavía los japoneses no se habían apoderado de gusto infantil, con video juegos, aparatos digitales, muñecos de la serie de moda en la televisión o con sus armas galácticas.


La nostalgia continuó arropándonos con su manto. Ni siquiera el bullicio del conjunto vallenato que se sube al bus a interpretar “Caracoles de colores que en el mar andan nadando…”, a cambio de unas monedas de los pasajeros, o el estribillo, aprendido de memoria, de los niños vendedores de dulces y galletas, pudieron sacarnos de este deleite.


Los farolitos nos tocaba hacerlos en casa, seguía Pedro, en un evento de integración familiar, en donde se procedía a forrarlos con papel cometa o celofán y pegarlos con almidón de yuca, además reparar los que quedaron del año anterior y que fueron guardados celosamente por la abuela.


Definitivamente, diciembre es un mes especial; la alegría se convierte en un fenómeno colectivo, expresado de múltiples maneras, siendo una de las más destacadas, la pintura y la decoración de las fachadas de las casas, que por estos días engalanan nuestra ciudad, sin importar el estrato socio económico, “gritamos” con luces de colores, “Diciembre llegóooooo”.


Entre tantos recuerdos! , lo mejor sería tomarnos unas cervezas, pero hoy apenas es martes, expresé casi como un lamento a mi amigo Pedro, éste se sonrió y en tono categórico respondió: “Tranquilo, en diciembre todos los días son de fiesta”.

sábado, 15 de septiembre de 2007

Una historia para leer antes de la reelección



Durante el fin de semana, aprovechándose quizás del carnaval eterno que vivía la ciudad, los gallinazos se metieron por la puerta dorada destrozando con sus picos y garras el prestigio de ella. Desde los tiempos cuando el viento vagabundo de la tarde pasaba murmurando y cantando a la distancia, no se veían tantos gallinazos en torno de aquel edificio de nueve pisos y su enorme mural, bajo la mirada inocente de una morenita luna, que no paraba de columpiarse.

Quienes se atrevieron a acercarse oyeron desastres de pezuñas y suspiros de animales, en aquel recinto prohibido que muy poca gente de prestancia había logrado conocer. Un remolino ciclónico al interior del recinto, hizo volar por las ventanas cientos de contratos, acuerdos, presupuestos mal elaborados, cédulas, corbatas, serruchos, demandas, cheques por cobrar y, hasta concesiones.

Vimos por las ventanas cómo el inmenso animal dormido de la ciudad, todavía inocente de aquel aciago momento, desfilaba enmaicenado y vestido con ropa multicolor, al compás de ritmos alegres de tamboras y al sonar agudo de la caña de millo y las gaitas.

“Yocomovoy” , nombre con el que a través de un acuerdo, el honorable concejo de la ciudad la había rebautizado, nació pobre y humilde, no fundada como las demás por “ilustres” conquistadores, sino por gente comunes y corrientes, cuyos anónimos nombres se perdieron en el tiempo. Tiene ella, una envidiable localización estratégica frente al gran río y muy cerca del mar, aspecto que unido a la gran afluencia de extranjeros, quienes le imprimieron un ambiente cosmopolita, la capacidad de trabajo y el calor humano de su gente, marcaron su asombroso desarrollo desde finales del siglo pasado y le permitieron ser el espejo donde las demás ciudades del país se querían mirar.

La ciudad se ha caracterizado, desde sus inicios, por la coexistencia, casi sin relacionarse, de dos ciudades dentro de ella: la ciudad de los ricos cuyas fotografías aparecen en diarios y revistas y la de los pobres, considerada por ellos la gran vergüenza local, por lo que se le trata de mantener siempre escondida. Esta última, sólo es visitada por ellos en época electoral, cuando “disfrazados“ de pueblo llegan a los barrios de invasión, con su cargamento de promesas, a comerse los sancochos, abrazar a los ancianos y cargar a los niños en un ritual que se repite cada tres o cuatro años de carnaval electoral.

Era tal la grandeza de la ciudad, que se mantenía en pie, a pesar de estar profundamente impactada por las devastadoras consecuencias sociales de una clase política atrincherada en cuatro o cinco edificios oficiales, desde donde, con certera puntería, lograron derribar todo el prestigio de ella y las buenas costumbres de su gente, cuya importancia como actores políticos, minimizaron hasta convertirlos en sujetos fáciles de sus malsanas prácticas electorales, que les garantizaban la reelección debate tras debate.

Durante mucho tiempo los gallinazos se apoderaron de los sitios más representativos y símbolos del poder local. Despavoridos, los coadministradores de la ciudad, cual angelitos, ascendieron a velocidad huracanada, logrando confundirse al muy poco tiempo con los carroñeros, con los cuales jugueteaban, realizando piruetas en el aire, mientras tramaban el Plan B para el regreso, convencidos quizás que en este mágico rincón del Caribe, no hemos podido superar aún, la peste del olvido.