sábado, 19 de diciembre de 1998

El Bus urbano: babel comercial y artística


Dedicado al Amigo transportador Pablo Carreño.

Siempre es igual. Los pasajeros que a diario viajamos en los buses urbanos somos espectadores de un evento único, que reafirma la condición “mágica” de nuestra calidad ciudad.

El espectáculo de ver convertidos los buses urbanos en escenarios sobre ruedas, por los que desfilan desde vendedores hasta artistas, pasando por todo tipo de encantadores de serpientes, quienes con su poder de persuasión, serían capaces de vender arena en el desierto del Sahara. Todos forman parte ya, de nuestra cultura popular.

En los buses urbanos actúan todo tipo de personajes, en el grupo de los comerciantes, se incluyen a todas aquellas personas cuyo objetivo es lograr vender a los pasajeros algún artículo. Los más famosos y frecuentes son los niños vendedores de golosinas, que pregonan con un estribillo aprendido de memoria y repetido a gran velocidad “señores pasajeros, los dulces que acabo de entregar se llaman (espacio reservado para publicitar la marca del producto) tienen un valor de (regularmente el precio es inferior a 200 pesos, dándole la oportunidad para que todos los consuman) este dinero, no es para vicios, lo utilizaré (dicen los niños) para ayudar a mi familia y pagar mis estudios”. Vale la pena recordar que según nuestra Constitución Política, los niños no deben trabajar y la educación es gratuita.

Otros vendedores particulares, son los de libros y folletos, quienes haciendo gala de una vasta “cultura”, ofrecen a los pasajeros la posibilidad de tener un verdadero resumen de las mejores enciclopedias, al irrisorio precio de 500 pesitos. Además, los vendedores de medicamentos como pomadas, ungüentos, complementos vitamínicos, purgantes, laxantes y otros productos farmacéuticos, quienes promocionan sus productos, hablando con propiedad del cuerpo humano, sus fortalezas y debilidades, ofreciéndole al pasajero productos cuyas licencias de fabricación son dudosas; pero que a tan bajo costo, tienen gran demanda.

Otro grupo popular es el de los artistas, estos al comienzo, únicamente se acompañaban de una guacharaca para interpretar las canciones, hoy cuentan con conjuntos uniformados de hasta 3 integrantes, los cuales con caja, guacharaca y acordeón, complacen al pasajero con dos o tres melodías vallenatas muy conocidas y en las cuales está incluido el saludo al conductor y las gracias por dejarlos trabajar y de vez en cuando un verso improvisado para la muchacha más atractiva, que ocasionalmente viaje en el bus.

Los pasajeros nos hemos acostumbrado de tal manera al desfile de artistas, que inclusive en muchas ocasiones, le decimos al conductor “Oiga cuadro párele a los muchachitos esos, para que nos alegren el viaje”.

No podían faltar los personajes negativos del bus urbano, ese grupo de hombres y mujeres que con el señuelo de los lentes que se caen cerca del torniquete, roban el dinero a los pasajeros, o los ya famosos “cosquilleros” especializados en sacar de los bolsillos celulares o dinero, lamentablemente, ante la mirada indiferente y falta de solidaridad de las personas que a diario utilizamos el servicio del bus urbano. Las estadísticas de robos reflejan una alarmante tendencia de ascenso en los atracos a buses este año.

El recuerdo más viejo que tengo acerca de los personajes famosos en los buses urbanos, además, del de la vieja “cachiporra” popularizada por Aníbal Velásquez, es el del ex-pelotero de la selección Atlántico, caído en desgracia y que por los años setenta se subía a los buses con un periódico amarillento, implorando caridad pública.

Todos somos conscientes que además del valor del pasaje, hay que tener preparados otros $200 o $500 para compensar a estos “reyes del rebusque”. Con razón un amigo, al regresar del exterior, no vaciló en afirmar “lo que más extrañe de Barranquilla, fue el ambiente que se vive durante un viaje en un bus urbano”.

martes, 28 de abril de 1998

El Muelle de Puerto Colombia: un testigo para no olvidar



“…Cualquier persona sin conocimientos de la geografía física y política del país, al pasar el muelle de Puerto Colombia, creería que está en el pórtico, por decirlo así de un país adelantado…”
Charles Emerson.  Barranquilla en 1898

La ingratitud humana no tiene límites”, escribió nuestro Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez en la novela “El Coronel no tiene quien le escriba”; esta afirmación es la explicación justa cuando se trata de buscar la razón del abandono en que se encuentra el legendario muelle de Puerto Colombia.

Barranquilla es la Puerta de Oro de Colombia, dijo un ex presidente nacional para significar que el progreso había entrado al país por esta urbe, pero en aras de la exactitud no fue por Barranquilla por donde ingresaron al país los novedosos aparatos que revolucionaban el mundo a finales del siglo XIX y primera mitad del siglo XX, sino por Puerto Colombia a través del muelle de acero, hierro y madera construido por el ingeniero inglés John Daugherty e inaugurado el 15 de junio de 1893 y que posteriormente fue ampliado, reforzado y cubierto en concreto armado por el también ingeniero inglés Joe Mathews.

El muelle de Puerto Colombia, nombre con el que fue bautizado y que posteriormente adopto el caserío que se levantó a su lado, elevado a la categoría de municipio del Departamento del Atlántico el 24 de junio de 1905 y fundado por el cubano Francisco Javier Cisneros, llegó a ser en su época, con sus 4300 pies de longitud (1.311 mts), el 3er muelle más largo del mundo después de: El South End con 6654 pies de longitud y del South Port con 4405 pies de longitud, ambos en Inglaterra.

Acerca del muelle, escribió en 1898 el corresponsal del periódico de New York “El Journal”, Mr. Charles H. Emerson: “Es el muelle una araña inmensa de acero, que entra al mar en una extensión de cuatro mil pies. En la punta terminal hallan los vapores un calado de 26 pies y pueden atracar a él con facilidad los de alto bordor, y cargar y descargar en cortísimo tiempo sin perjuicio de tiempo perdido y deterioro o rotura de las diversas mercancías y efectos por el excesivo trasteo”.

Al muelle llegaban barcos de todas las nacionalidades trayendo productos que eran conducidos a la ciudad de Barranquilla a través del Ferrocarril que partía del mismo, y cuyas oficinas se ubicaban donde hoy funciona la casa de la cultura de Puerto Colombia, hasta la Estación Montoya (ubicada al lado del edificio de La Aduana) en Barranquilla; el ferrocarril contaba con 9 locomotoras, 174 vagones, de los cuales 23 eran utilizados por los turistas que venían a disfrutar de los balnearios de Salgar y Pradomar, atendidos amablemente en los famosos estaderos de la época como: El Antilla (antiguo Capi Cedeño), El Esperia, El Estambul, Atlántico y el Hotel Puerto Colombia.

Con el auge del muelle, Barranquilla se convirtió en la ciudad más importante del país y en pocos años su población creció geométricamente, esplendor que se reflejó en la arquitectura monumental de sus edificaciones y en la cantidad de industrias y comercios que se establecieron; pero, mientras Barranquilla crecía, sus dirigentes pensaron en construir un muelle y los dos tajamares, que fueron inaugurados pomposamente.

El muelle de Puerto Colombia, entró entonces a esos rincones que el cerebro reserva para las cosas de desuso y con su olvido dicho municipio fue perdiendo el lugar de privilegio que tenía en la economía nacional.

Hoy, a pesar del maravilloso espectáculo que ofrece el mágico paisaje de sus atardeceres, de las olas tratando de treparse en él a través de sus pilotes y los majestuosos pelicanos que revoloteando acompañan a los viajeros, el centenario muelle se derrumba a pedazos ante la negligencia de nuestras autoridades departamentales y distritales, quienes a pesar de saber que es un patrimonio histórico nacional, no hacen esfuerzo alguno para que las nuevas generaciones puedan admirar una obra cumbre de nuestro pasado esplendoroso; solo algunos enamorados lo visitan para “anclar en sus pilotes los recuerdos de un gran amor”, como bien lo dice la canción del maestro Rafael Campo Miranda.