Durante
el fin de semana, aprovechándose quizás del carnaval eterno que vivía la
ciudad, los gallinazos se metieron por la puerta dorada destrozando con sus
picos y garras el prestigio de ella. Desde los tiempos cuando el viento
vagabundo de la tarde pasaba murmurando y cantando a la distancia, no se veían
tantos gallinazos en torno de aquel edificio de nueve pisos y su enorme mural,
bajo la mirada inocente de una morenita luna, que no paraba de columpiarse.
Quienes
se atrevieron a acercarse oyeron desastres de pezuñas y suspiros de animales,
en aquel recinto prohibido que muy poca gente de prestancia había logrado
conocer. Un remolino ciclónico al interior del recinto, hizo volar por las ventanas
cientos de contratos, acuerdos, presupuestos mal elaborados, cédulas, corbatas,
serruchos, demandas, cheques por cobrar y, hasta concesiones.
Vimos
por las ventanas cómo el inmenso animal dormido de la ciudad, todavía inocente
de aquel aciago momento, desfilaba enmaicenado y vestido con ropa multicolor,
al compás de ritmos alegres de tamboras y al sonar agudo de la caña de millo y
las gaitas.
“Yocomovoy”
, nombre con el que a través de un acuerdo, el honorable concejo de la ciudad
la había rebautizado, nació pobre y humilde, no fundada como las demás por
“ilustres” conquistadores, sino por gente comunes y corrientes, cuyos anónimos
nombres se perdieron en el tiempo. Tiene ella, una envidiable localización
estratégica frente al gran río y muy cerca del mar, aspecto que unido a la gran
afluencia de extranjeros, quienes le imprimieron un ambiente cosmopolita, la
capacidad de trabajo y el calor humano de su gente, marcaron su asombroso
desarrollo desde finales del siglo pasado y le permitieron ser el espejo donde
las demás ciudades del país se querían mirar.
La
ciudad se ha caracterizado, desde sus inicios, por la coexistencia, casi sin
relacionarse, de dos ciudades dentro de ella: la ciudad de los ricos cuyas
fotografías aparecen en diarios y revistas y la de los pobres, considerada por
ellos la gran vergüenza local, por lo que se le trata de mantener siempre
escondida. Esta última, sólo es visitada por ellos en época electoral, cuando
“disfrazados“ de pueblo llegan a los barrios de invasión, con su cargamento de
promesas, a comerse los sancochos, abrazar a los ancianos y cargar a los niños
en un ritual que se repite cada tres o cuatro años de carnaval electoral.
Era
tal la grandeza de la ciudad, que se mantenía en pie, a pesar de estar
profundamente impactada por las devastadoras consecuencias sociales de una
clase política atrincherada en cuatro o cinco edificios oficiales, desde donde,
con certera puntería, lograron derribar todo el prestigio de ella y las buenas
costumbres de su gente, cuya importancia como actores políticos, minimizaron
hasta convertirlos en sujetos fáciles de sus malsanas prácticas electorales,
que les garantizaban la reelección debate tras debate.
Durante
mucho tiempo los gallinazos se apoderaron de los sitios más representativos y
símbolos del poder local. Despavoridos, los coadministradores de la ciudad,
cual angelitos, ascendieron a velocidad huracanada, logrando confundirse al muy
poco tiempo con los carroñeros, con los cuales jugueteaban, realizando piruetas
en el aire, mientras tramaban el Plan B para el regreso, convencidos quizás que
en este mágico rincón del Caribe, no hemos podido superar aún, la peste del
olvido.