“Me inclino sobre tus ojos cerrados que continuarán dándome la luz y la
grandeza, la simplicidad y la rectitud, la bondad y la sencillez que
implantaste sobre la tierra”.
Pablo Neruda.
En el Caribe el evento de integración
social más importante es la muerte. Muy a pesar de que somos extrovertidos en
los festejos y que los anunciamos con bombos y platillos para darle todo el
tiempo a las personas para que se preparen, es alrededor del muerto y por
motivo de éste, cuando se reúne el mayor número de amigos y familiares, quienes
desde los más recónditos rincones aparecen cuando doblan las campanas. Ningún
otro hecho es capaz de aglutinar con orden perentoria o en el término de la
distancia a tantos parientes o allegados.
Algunos filósofos sostienen que la vida es
el camino que conduce a la muerte y que dependiendo de la manera como abordemos
la vida, estaremos acercándonos o alejándonos de la muerte. Al final de ella
siempre llega, vivimos para morir.
Cada vez que alguien muy allegado
sentimentalmente a uno fallece, nos damos cuenta que la propuesta de nuestro
Nobel Gabriel García Márquez de “una educación de la cuna de la tumba”, no se
cumple.
No estamos preparados para afrontar eventos
tan dolorosos y a la manera del boxeador que ha sido lanzado a la lona por su
oponente, nos cuesta reponernos, nos levantamos e iniciamos tambaleantes el
largo proceso de la recuperación, con la diferencia que los golpes en el alma
dejan huellas imborrables.
El día que Enrique Soto decidió morirse,
porque, según él sus tres cuartos de siglo bien vividos, eran suficientes y “ya yo estoy de mediodía pa “bajo”, nos
negamos a creerle y por ser veintiocho de diciembre, fecha que por tradición
venida de España recuerda a los santos inocentes, guardábamos la remota
esperanza que nos estuviera haciendo una inocentada.
Enrique se fue y con él, el hijo ejemplar,
el padre atento y siempre responsable,
el tío que asumió las funciones del padre, el amigo sincero, el eje alrededor
del cual giró siempre la familia. Por esto nos duele tanto.
Bien lo definió Rafael, uno de los muchos
hijos-sobrinos, cuando al momento de sepultarlo, tuvo la suficiente fortaleza
para apretar el alma y dejar que las palabras comenzaran a fluir, dijo que lo
que todos queríamos decir, porque ese día no habló Rafa, lo hicimos todos a
través de él. “Kike, (como
cariñosamente le llamábamos) era el
consejo del sabio, la respuesta inteligente y la palabra certera”.
Lo que tuvimos la fortuna de nutrirnos con
su conversación agradable, sus lecciones prácticas de responsabilidad y
servicio, no lo olvidaremos y lo tendremos como norte en la vida.
Cuando las personas no viven en la soledad,
su vida no se borra y su muerte no se llora, simplemente la izamos en el aire
para que así aparezcan ejemplares y nítidas las franjas de su vida.
Seguramente si tuvieras la oportunidad de
leer estas líneas me dirías “no seas tan pendejo Jairo, yo no merezco tanto, al
fin y al cabo ya me morí, ya me jodí”.